jueves, 18 de junio de 2009

Historia de Iqbal (Cap1 y ss)

Continuamos con la historia de Iqbal Masih.



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1.1. EL INTRATABLE
En este Pakistán feudal donde los más pobres no tienen más que sus brazos y los de sus hijos para comer y vivir, el hecho de que una madre de familia -divorciada por añadidura- piense en vender a su hijo pequeño para permitir que otro de sus vástagos funde un hogar es corriente. Inayat Bibi sabía que podía obtener del futuro pa-trón de Iqbal, a cambio del trabajo realizado el tradicional 'paishgee', una especie de préstamo en el que las futuras generaciones eran vendidas a cambio de una cantidad que se devolvía a través del trabajo. Como en usura más tradicional el prestamista no deseaba que le fuera devuelta la cantidad; prefería refinanciar una y otra vez: así la esclavitud se perpetuaba mientras el trabajador tuviera capacidad de trabajo; si caía enfermo no se descontaba su salario de la cantidad.
Desde hace varias generaciones la familia MASIH vivía, como tantas otras, a la espera de ese momento de desahogo que era la marcha del hijo varón, al taller, a la fábrica de ladrillos o al campo. Para estas cuadrillas de obreros asalariados desprovistos desde hacía varias generaciones de sus tierras ancestrales, los 'paishgee' conseguidos gracias a la venta de sus hijos, encarnaban un desahogo a corto plazo y la desdicha perpetua. No existía otra posibilidad; ni siquiera concebían que en algún lugar se viviría de otra manera.
Las deudas así contraídas pesaban en adelante como un espada que pende sobre la cabeza del niño vendido. El propietario explotaría al muchacho hasta la saciedad para recuperar la cantidad de su préstamo. Hasta algunas veces concediéndole un dere-cho de vida o de muerte. Inayad Bibi sabía que el hecho de pedir pres-tado dinero al futuro patrón de Iqbal volvería al niño vulnerable a sus peores exigencias. Pero ¿existía otra posibilidad? El cristianismo predicaba una igualdad muy lejana a la experiencia de las sectas, pero ¿hasta dónde llegaba esa igualdad? ¿cuándo llegaría?
Según la costumbre, los patronos recuperarían el dinero prestado descontando la mitad del salario mensual acordado con sus obreros esclavos. Lo que forzaba a estos últimos a permanecer a su servicio hasta la restitución total de la deuda inicial. Aquel que osaba abandonar a su patrón sin previamente haber reembolsado la cantidad de su 'paishgee' cometía un falta que le marcaba para siempre. Alegraba a los patrones ver a las familias de sus esclavos pidiendo nuevas cantidades antes de que el miserable salario hubiera redimido la deuda anterior. Por ello, normalmente, el 'paishgee' no se amorti-zaba nunca.
Gravemente en-ferma y forzada a comprar numerosos medicamentos, la madre de Iqbal buscaba, al contrario, vender lo más deprisa posible a su pequeño, como lo hizo anteriormente con su hijo mayor Aslam, con el propietario del taller de ladrillos donde el futuro esposo se mató a tra-bajar desde los 8 años.
En esa época Inayat, había vendido a su hijo mayor con conocimiento de causa; ella sabía que Aslam se consumiría cada día girando los ladrillos cocidos al sol, antes de apilarlos de forma circular alrededor del horno encendido. El trabajo lo realizaba rápidamente y el propietario le había ofrecido incluso por su hijo, algunas rupias más que a sus competidores cercanos.

1.2. DE SHAUKAT A ARSHAD
El primer patrón de su hijo pequeño Iqbal, se llamaba Shaukat. Este arrendatario de un pequeño taller de tejidos, viendo a este niño enclenque, fijó de entrada unas reglas drásticas: menor salario que a otros, sin límite de horario ni posibilidad de salir algún rato a estirar las piernas. A pesar de los temores que Inayat mantenía sobre la salud de su hijo, Iqbal quedó al servicio de Shaukat; había importantes deudas que pagar al propietario.
Tres meses después del contrato del niño ya había sufrido el trato cruel de Shaukat. En cuanto su estado de salud mejoró un poco Inayat buscó para su hijo un nuevo patrono.
Escarmentada por la experiencia con Shaukat, colocó a su pequeño con un patrono llamado Kalu, pero terminó sacándole de allí. En el tercer intento la madre de Iqbal juzgó haber encontrado al fin un patrono conveniente. Fue Sardar, el tío enano del chiquillo, quien lo indicó.
El patrono Arshad Mahmood, estaba como siempre sentado a la sombra en el corralillo de su taller, cuando Inayat Bibi se presentó allí. La madre se levantó pronto y delicadamente preparó a su hijo, alisando su pelo fino con un poco de gomina y le hizo calzar para esta ocasión su único par de sandalias nuevas de cuero. Arshad tenía, según Sardar, la reputación de un hombre bueno y recto. Además de su aspecto afable, la mirada contrastaba con las miradas torvas de los capataces ordinarios. De entrada él se diferenciaba de los otros, a me-nudo enganchados al alcohol o a la droga.

1.3. EL REINO DE LOS INTERMEDIARIOS
Como la mayoría de los patrones tejedores, Arshad no poseía los cuatro telares de tejido de su taller. Era socio de Rafik y dependían de un mayorista de Lahore. Unido a Rafik por un contrato oral, Arshad era el último eslabón de esta cadena compleja de intermediarios característica de la industria de alfombras pakistaní.
Como todos los patrones de fábri-cas de hilados, Arshad era inflexible con los plazos descontados en los salarios de los trabajadores. Convencido de las ventajas del 'paishgee' y de la autoridad que este tipo de contrato ejerce sobre los niños y hombres recibió a Ina-yat. Arshad co-menzó a negociar con la madre el 'paishgee', que le aseguraría sobre el niño un derecho perpetuo. Por un préstamo inicial de mil quinientas rupias (alre-dedor de seis mil pesetas) y con la garantía de que Inayat podría en cual-quier momento recurrir a otros préstamos si el trabajo de su hijo era satisfactorio, el hábil empresario tomó prestado al niño. Prometió fijar un salario mensual de cien rupias, y lo aumentaría si lo me-reciera. Cuatrocientas pesetas de salario; doscientas al menos para pagar el préstamo. De momento era un esclavo para dos años y medio sin descanso. Cualquier enfermedad o nuevos préstamos alargaría la esclavitud.

1.4. LA AMENAZA DE LA DEUDA
Este engranaje duraría realmente más de cinco años. Y con las exigencias de la familia, el paishgee no cesaba de crecer a medida que aumentaban los préstamos de Inayat: cuatro mil rupias el primer año, seis mil el segundo... La deuda contraída sobre las espaldas del niño continuó aumentando con la boda de Aslam.
Conforme a los deseos de la madre, el hermano mayor de Iqbal pudo satisfacer sus necesidades adquiriendo, antes de casarse, tres muros de ladrillos recubiertos por una chapa donde podría vivir. Pero otros gastos continuaron absorbiendo el miserable salario del niño. Comen-zando por el alquiler de la modesta casa que se encontraba en el barrio de Ghau-zia Colony, en el centro de Haddoquey. Era una habitación ocupada por Inayat y los tres hijos que tenía a su cargo: Iqbal, su hermano Patras y su hermana pequeña Sobya. Una casa baja, ocupada por tres camas de cuerda y por un cofre de hierro blanco donde guardaba los vestidos y los escasos objetos de valor.
A fuerza de pequeños trabajos y como criada, la madre de Iqbal llegó a convencer a una familia propieta-ria de casas en alquiler que le alquilase la mitad de la casa que estaba al final de un corralillo que desembocaba en la calle. Pero debido a sus problemas de salud, la carga del alquiler recaía sobre Iqbal.
Arshad descontaba la mitad de la paga de Iqbal con el fin de reembolsarse los préstamos que pedía su madre, dejando solamente para el niño una pequeña cantidad que Iqbal entregaba a su madre. Engranaje que cada vez era peor por las malversaciones del empresario de Haddoquey que imponía a los niños esclavos del taller toda clase de penalidades destinadas a alargar la duración del reembol-so de su 'paishgee'. La deuda llegó en 1992 a doce mil rupias.

1.5. UN AUTÓMATA HÁBIL
A diario el trabajo del chiquillo se parecía al de los niños explotados en estos distritos rurales de Pakistán, donde cada granja, cada tienda y cada taller estaban llenos de aprendices entregados al arbitrio del patrón.
Se levantaba todas las mañanas antes que las campanas del templo protestante cercano sonaran a las cuatro de la madrugada. Iqbal recorría los escasos doscientos metros que separaban su casa del taller de Arshad, don-de algunos de sus compañeros dormían, acurrucados agotados por el trabajo del taller. Cada mañana comenzaban quince horas ininterrumpidas de trabajo, dedicadas a reproducir los gestos immemoriables de los tejedores persas. Iqbal se había convertido en un autómata hábil, sumiso a la norma de todos los aprendices de alfombras: una tira de papel llena de signos en "talim" y atada con una cuerda de hilos.
Im-por-tado de Irán hace varios siglos, el "talim" es un lenguaje de signos, com-puesto por una decena de letras y acentos destinados a indicar a los obreros analfabetos el color y el número de nudos que tenían que efectuar. Un punto era un hilo. Un acento grave significaba el color azul. Una especie de acento circunflejo designaba el color rojo... El plano de la alfombra se encontraba indicado en estos trozos de papel, cuyos signos y motivos a tejer son complejos. Las alfombras que representan escenas de la vida cotidiana o monumentos célebres, necesitaban dece-nas de horas para transcribirlos en "talim". Las alfombras normales son fabricadas según una simple hoja con una decena de signos. Iqbal se mataba construyendo este tipo de alfombras cada día, hasta el punto de conocer de memoria la colocación de los hilos y colores.
Después de varias semanas en el taller, su destreza no tenía nada que envidiar a la de sus compa-ñeros. Iqbal sabía -como sus compañeros- manejar con habilidad los hilos.
1.6. QUEJARSE O CALLARSE
Los métodos de este nuevo patrón eran menos brutales. La situación -igualmente- muy grave. Era otra forma de explotación, posiblemente más eficaz, pero al menos no recurría sistemáticamente a los malos tratos físicos.
Con su primer patrón Shaukat, Iqbal había aprendido a manejar la cuchilla y su inseparable acólito, el "kangi", un peine de acero muy cortante con el que los obreros amontonaban los nudos finamente apretados para dar a la alfombra una densidad mejor. En el momento de castigar a un niño desobediente culpable por haber perdido algunos minutos por correr en la calle, Shaukat utilizaba estos utensilios para pegar al niño, levantándole la carne con el peine de metal.
Sólo le bastó unas semanas a Iqbal para convencerse. Comentó a su ma-dre y a Sardar que Arshad, al contrario que Shaukat, apenas maltrataba a los niños del taller.
Orgulloso de conservar a sus jóvenes empleados con buena salud, el "honesto" Arshad prefería obligar a los padres que actuaran con rigor, disminuyéndoles proporcionalmente el salario de los vástagos bajo su tutela.
Pero no nos engañemos, estriado por grietas jamás cicatrizadas a fuerza de manejar hilos y utensilios cortantes, las dos manos del niño terminaron por parecerse en pocos meses a las de un viejo cam-pesino. Las posiciones en el trabajo le habían impedido crecer normalmente; la tos seca, provocada por la inhalación masiva del fino polvo de las fibras, sacudía su cuerpo huesudo. Delgado y bajito de nacimiento, el segundo hijo de Inayat y de Saif, padecía raquitismo crónico agravado por la mala circulación sanguínea. Los siguientes años en el taller de Arshad le consumieron su cuerpo. Iqbal, a la edad en que los niños pasan el tiempo el los patios del cole, daba una imagen desoladora de un niño con un físico de viejo.

1.7. MILLONES DE ESCLAVOS
Iqbal rellenó las filas de estas legiones de niños explotados, pequeñas bestias al servicio de los patrones tan numerosos como poco escrupulosos. En las hilanderías, en las fábricas de ladrillos, en las granjas, en los garajes, en las fábricas... una multitud.
Las duras condiciones de trabajo a las que estaba sometido Iqbal en su taller de tejidos eran repre-sentativas del calvario de esos chiquillos vendidos. Con todo eran, probablemente, menos horrible que en otros lugares.

1.8. EL INFIERNO DE LOS LADRILLOS
Estas fábricas ofrecían casi todas el mismo espectáculo de obreros abandonados, flotando en su amplia camisa ensuciada por el polvo y acompañados de toda su familia. Hombres, mujeres, niños... todos empleados en la misma tarea: asegurar en una jornada el máximo de ladrillos. Espectáculo medieval dominado por el color rojo ocre de la arcilla sobre la que resaltaba el blanco inmaculado de las camisas limpias de los "jamadar", contramaestres muy ricos. Estos intermediarios temedores y temidos eran contratados por los propietarios para vigilar la ventas de ladrillos, para pagar al personal y de ocuparse de la contabilidad de la empresa.
En estas fábricas, a menudo poseídas por pequeños patrones ávidos de ganancias, el sistema del 'paishgee' estaba muy extendido. Cuanto más produjera más se le pagaría, le aseguraba al recién llegado este sargento cruel, instalado a menudo en una casucha construida le-jos del horno. Apresurado de reembolsar su 'paishgee', el obrero hacía trabajar a su mujer y a sus hijos a su lado para aumentar al máximo la productividad. Pero ni la esposa ni los niños, figuraban en el contra-to. Infernal engranaje: sólo el padre, incapaz de asegurar un rendimiento suficiente para vivir, llevaba la responsabilidad de poner a trabajar a los suyos en las peores condiciones.
La dureza empleada por los contramaestre hacia los empleados era la imagen diaria de estas fábricas. Doce horas al día, bajo un calor tórrido, todas las generaciones estaban presentes alrededor del horno cen-tral . Desde los cuatro y cinco años, trabajaban desde la mañana hasta la noche en recoger con las manos el barro sacado por su propio padre con la ayuda de una herramienta.
El trabajo de estos chiquillos algunas veces más pequeños que los montones allí encontrados, consistía en llenar de ba-rro las pequeñas carretillas que su madre o sus hermanos y hermanas más mayores llevaban a otro miembro de la familia, encargado de comprimir la tierra en el molde de hierro blanco. Los ladrillos acabados se apilaban horizontalmente para secarlos. Después al día siguiente, cami-nando en cuclillas entre las filas, los más jóvenes se encargaban de llevarlos uno a uno, antes de amontonarlos y una vez secos, alrededor del horno. Se formaban entre cada columna de ladrillos una especie de pozos donde metían el carbón destinado a cocerlos.


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